domingo, 11 de julio de 2010

Fantasmas de impunidad


Sus rostros pasan frente a mí. Los veo vivos, tal como sus familias me los han mostrado en las fotos de tiempos felices, donde la muerte no era ni tan siquiera una posibilidad.

Pero luego veo sus muertes, sus cuerpos estropeados y dañados por balas, por fuego, marchitos… Muchos de esos despojos los contemplé con mis ojos, preguntándome que cadena de eventos desafortunados los llevó allí. Qué vidas se quedaron atrás luego de ese horror.

Ese devenir de muerte lo he contemplado a diario, pero lo que queda en el periódico es apenas un fragmento de lo ocurrido y de lo que vino después. ¿Quién se ha preguntado qué pasó con aquel perrito que era la mascota de “Alambrito”, uno de los cuatro indigentes asesinados debajo del Puente Junín, el 26 de diciembre de 2006? Él fue el único testigo de las cuatro muertes. Más aún, el homicida, vecino de aquella zona, quedó libre, según sus propias palabras, porque le pagó al juez, y seguía viviendo allí, junto a la madre de “Alambrito” ¿Continuará allí como si nada hubiera pasado?

En diciembre del año siguiente una pareja de ancianos fue asesinada dentro de su apartamento en Colinas de Los Caobos. Doña Carmen dejó pasar a unos sujetos que iban a pintar el apartamento. Llena de confianza, creyó en los hombres que se ofrecieron a hacer el trabajo… El resultado: Ella y su esposo, que además padecía una discapacidad, fueron apuñalados. Los asesinos usaron un cuchillo de la propia casa para atacarlos. Eran apenas dos sujetos de la calle que, sin importar que la pareja yacía muerta en la sala, se dedicaron a la ratería.

Se llevaron lo poco de valor que pudieron encontrar en aquella residencia envejecida como sus dueños. También arrasaron con los restos de licor que había en las botellas a medio consumir.

Cuando paso junto a las residencias La Colina, una rabia acumulada se me sube a la cabeza: las cámaras de las casas vecinas captaron sus rostros y la policía tenía los videos. Nunca los capturaron. Uno de los hijos de la pareja se hizo cargo del kiosco que tenía doña Carmen. La vida siguió su curso.

Las historias siguen pasando como una película. El 12 de julio de 2008 Roxana Vargas, de 19 años, se separó de un amigo en Plaza Venezuela diciendo que iba de regreso a su casa, pero se fue a donde su psiquiatra, Edmundo Chirinos… Dos días después la encontraron muerta en una zona boscosa de Parque Caiza. La chica murió de un golpe en la cabeza.

Cuando Chirinos se entregó pensó que su edad y su prestigio garantizarían que no estaría ni un día detenido. Su captura duró una noche. Sentado al borde de una de las sillas verdes de la división contra homicidios de la policía científica, el psiquiatra estaba tranquilo. En el interrogatorio parecía ser él quien lo conducía. Se sentía seguro.

- Yo soy amigo del presidente Chávez, nada me va a pasar.

El cuerpo de Roxana fue exhumado. La defensa del psiquiatra presionó a la Fiscalía aludiendo fallas en la investigación. En el cementerio General del Sur, cerca de la tumba de Guzmán Blanco, la cabeza de la chica fue separada de su cuerpo para hacerle análisis… Chirinos tiene retención domiciliaria, mientras, se alarga su juicio.

A los sumo, dos de cada diez personas que viven una tragedia en Venezuela conocerán la justicia. A otros los veré regresar a buscar en la morgue otra víctima cercana, a veces van a reconocer al homicida, que cayó ante una bala enemiga. Entonces algunos celebran porque la justicia divina les respondió las “plegarias”.

Para la policía la mejor solución es la selección natural.

- Que se maten entre ellos.

En esa filosofía quedan en medio los que caerán en el fuego cruzado.

Vidas que he visto a través de la ventana que sus muertes han abierto. Para quienes leen las historias es un asomo a la desgracia ajena, un mordisco para luego volver a la propia vida, a las injusticias cotidianas, en las que uno se arrellana como si de un sofá se tratara, pensando, ingenuamente, que lo peor le toca a otros. El discurso común entre los familiares en la morgue de Bello Monte es ya casi un cliché.

- Yo no espero justicia porque no va a haber.

Y no hay.

domingo, 4 de julio de 2010

Solo las balas de FAL suben a los cerros



El morado era el color predominante para los niños y jóvenes que asistían a aquella suerte de feria, que el domingo 27 de junio se instaló en la funeraria La Fe de Catia. Yolimar era una de las que vestía una camiseta morada. Su rostro, de ojos rasgados y labios gruesos, se veía, no sólo lánguido entre la multitud, sino que sus facciones se repetían en la que descansaba en el fondo del féretro.

Una vecina acariciaba el vidrio del ataúd como si se tratara de los cabellos de Daniela Patricia, la hermanita de Yolimar, que, con apenas 12 años, cayó ante una bala de la Guardia Nacional.

Entre la multitud del barrio La Silsa que se reunía en la funeraria algunos comentaban:

- Dios lo quiso así.

A pesar de que todos temen y de lo que dicen, pocos se sienten realmente conformes con lo ocurrido...

El morado quizás fuera una casualidad entre el guardarropa de los vecinos de La Silsa, pero que todos vistieran ese color parecía más bien un código, porque a quien despidieron era apenas una niña.

Aquella ocasión que sirvió para reunir al barrio, comenzó a las ocho de la noche del viernes 25 de julio, cuando Daniela Patricia, Yolimar, y tres amiguitas más, esperaba en el sector La Pantalla a que estuvieran listos los pepitos que habían encargado un poco más abajo.

En el pasillo serpenteante, que está sobre el muro de contención al que llaman La Pantalla, las cinco niñas se apretujaban en tres escalones junto a una baranda. Unos metros más abajo está la calle, desde la cual el pasillo se ve con toda claridad.

Estaban solas, en eso insiste Yolimar. Aunque desde donde se encontraban era imposible ver el pequeño callejón donde había un grupo de jóvenes reunido.

Quienes vieron llegar a los cuatro efectivos, desde el sector de La Moran, dicen que iban más bien asustados. El jefe de la comisión se detuvo, cerca de La Pantalla, frente a la bodega de Don Ernesto. Dos más estaban al pie del muro de contención, y un tercero a unos metros de ellos.

Desde el callejón, los jóvenes dispararon seis veces hacia donde estaba la comisión. El guardia rezagado se lanzó al suelo, quizás los que estaban más adelante lo creyeron herido, pero sólo se había resguardado allí, encogido, protegiéndose, disparando como podía. Lo que siguió fue una lluvia de más de 50 tiros de FAL que los efectivos hicieron hacia el pasillo en lo alto del muro.

Las chicas comenzaron a correr en medio de las balas y los guardias seguían disparando hacia donde ellas estaban. El barrio se paralizó: los jeepseros abandonaron sus carros, y el suelo de La Silsa quedó cubierto de personas que se cuidaban de los disparos. Entendían que de una bala de FAL nadie se salva.

Yolimar iba a toda prisa. A sus espaldas escuchó que Daniela Patricia gritaba.

- ¡Me dieron!

Su hermana le gritó que no jugara con eso. Pero, al volver la vista en un recodo, no la vio. Volvió sobre sus pasos. Estaba junto a a un pequeño matorral que hay en el camino. Sangraba.

-No me dejes morir.

Yolimar gritaba pidiendo auxilio y los tiros seguían rebotando en la pantalla.

Alterado, el bodeguero le reclamó al jefe de la comisión que dejaran de disparar, parecía haber alguien herido.

El guardia hizo señas a los suyos que seguían disparando, como si de una barricada se tratara, aunque hace buen tiempo los tiros eran solo suyos. Alzó la voz por encima de las balas y, cuando tuvo la atención de sus subordinados, volvió con las señas para que se replegaran.

Alguien en la calle confirmó que había una niña herida.

Algunos dicen que los guardias palidecieron. Comenzaron a recoger las conchas de sus propios fusiles, y uno reclamó.

- ¡Pero bueno, qué hace una menor a esta hora en la calle!

Cuentan en el barrio que los guardias volvieron la madrugada siguiente y recogieron más de su evidencia. Una de las viviendas muestra las marcas de los balazos de FAL, y algún vecino recolectó 13 conchas más. Dicen incluso que los guardias fueron de civiles y “visitaron” a los residentes de las casas en lo alto de La Pantalla.

10 días después de la muerte de Daniela Patricia, no hay sorpresa. Los cuatro guardias, plenamente reconocidos, fueron llevados con cortesía a la policía científica para hacerles análisis a ellos y a sus armas. Los FAL fueron devueltos tras las experticias, y los efectivos regresados a sus funciones o, si acaso, los dejaron a la orden de su comando, pues, como dice la policía.

- Con la guardia hay que conservar un protocolo.

En las callejas del Segundo Plan todos siguen hablando de lo ocurrido. Algunos lo hacen en la casa de Yolimar Centeno, la mamá de las dos hermanas. Dos tías de la niña y la abuela están allí.

- Es que si al menos los guardias se hubieran quedado a dar la cara...

Las paredes de la casa se han quedado semidesnudas. Las fotos de Daniela Patricia fueron removidas, con prudencia, por las tías. Yolimar madre quiere olvidar y procuran ayudarla en su misión.

La mamá de la pequeña camina arrastrando los pasos y se deja caer en una silla, ausente. La madrina de la chica se asoma a la reja, y Yolimar comienza a llorar. Da arcadas, hasta que se abraza a la cintura de su comadre, la madrina de la niña.

- Ay negra, mi Daniela!! Se la llevaron. ¡Esos asesinos mataron a mi niña!

La frase, siempre usada para referirse a la delincuencia, esta vez hablaba de la autoridad.

*Foto: Venancio Alcázares (El Universal)