domingo, 11 de julio de 2010

Fantasmas de impunidad


Sus rostros pasan frente a mí. Los veo vivos, tal como sus familias me los han mostrado en las fotos de tiempos felices, donde la muerte no era ni tan siquiera una posibilidad.

Pero luego veo sus muertes, sus cuerpos estropeados y dañados por balas, por fuego, marchitos… Muchos de esos despojos los contemplé con mis ojos, preguntándome que cadena de eventos desafortunados los llevó allí. Qué vidas se quedaron atrás luego de ese horror.

Ese devenir de muerte lo he contemplado a diario, pero lo que queda en el periódico es apenas un fragmento de lo ocurrido y de lo que vino después. ¿Quién se ha preguntado qué pasó con aquel perrito que era la mascota de “Alambrito”, uno de los cuatro indigentes asesinados debajo del Puente Junín, el 26 de diciembre de 2006? Él fue el único testigo de las cuatro muertes. Más aún, el homicida, vecino de aquella zona, quedó libre, según sus propias palabras, porque le pagó al juez, y seguía viviendo allí, junto a la madre de “Alambrito” ¿Continuará allí como si nada hubiera pasado?

En diciembre del año siguiente una pareja de ancianos fue asesinada dentro de su apartamento en Colinas de Los Caobos. Doña Carmen dejó pasar a unos sujetos que iban a pintar el apartamento. Llena de confianza, creyó en los hombres que se ofrecieron a hacer el trabajo… El resultado: Ella y su esposo, que además padecía una discapacidad, fueron apuñalados. Los asesinos usaron un cuchillo de la propia casa para atacarlos. Eran apenas dos sujetos de la calle que, sin importar que la pareja yacía muerta en la sala, se dedicaron a la ratería.

Se llevaron lo poco de valor que pudieron encontrar en aquella residencia envejecida como sus dueños. También arrasaron con los restos de licor que había en las botellas a medio consumir.

Cuando paso junto a las residencias La Colina, una rabia acumulada se me sube a la cabeza: las cámaras de las casas vecinas captaron sus rostros y la policía tenía los videos. Nunca los capturaron. Uno de los hijos de la pareja se hizo cargo del kiosco que tenía doña Carmen. La vida siguió su curso.

Las historias siguen pasando como una película. El 12 de julio de 2008 Roxana Vargas, de 19 años, se separó de un amigo en Plaza Venezuela diciendo que iba de regreso a su casa, pero se fue a donde su psiquiatra, Edmundo Chirinos… Dos días después la encontraron muerta en una zona boscosa de Parque Caiza. La chica murió de un golpe en la cabeza.

Cuando Chirinos se entregó pensó que su edad y su prestigio garantizarían que no estaría ni un día detenido. Su captura duró una noche. Sentado al borde de una de las sillas verdes de la división contra homicidios de la policía científica, el psiquiatra estaba tranquilo. En el interrogatorio parecía ser él quien lo conducía. Se sentía seguro.

- Yo soy amigo del presidente Chávez, nada me va a pasar.

El cuerpo de Roxana fue exhumado. La defensa del psiquiatra presionó a la Fiscalía aludiendo fallas en la investigación. En el cementerio General del Sur, cerca de la tumba de Guzmán Blanco, la cabeza de la chica fue separada de su cuerpo para hacerle análisis… Chirinos tiene retención domiciliaria, mientras, se alarga su juicio.

A los sumo, dos de cada diez personas que viven una tragedia en Venezuela conocerán la justicia. A otros los veré regresar a buscar en la morgue otra víctima cercana, a veces van a reconocer al homicida, que cayó ante una bala enemiga. Entonces algunos celebran porque la justicia divina les respondió las “plegarias”.

Para la policía la mejor solución es la selección natural.

- Que se maten entre ellos.

En esa filosofía quedan en medio los que caerán en el fuego cruzado.

Vidas que he visto a través de la ventana que sus muertes han abierto. Para quienes leen las historias es un asomo a la desgracia ajena, un mordisco para luego volver a la propia vida, a las injusticias cotidianas, en las que uno se arrellana como si de un sofá se tratara, pensando, ingenuamente, que lo peor le toca a otros. El discurso común entre los familiares en la morgue de Bello Monte es ya casi un cliché.

- Yo no espero justicia porque no va a haber.

Y no hay.

domingo, 4 de julio de 2010

Solo las balas de FAL suben a los cerros



El morado era el color predominante para los niños y jóvenes que asistían a aquella suerte de feria, que el domingo 27 de junio se instaló en la funeraria La Fe de Catia. Yolimar era una de las que vestía una camiseta morada. Su rostro, de ojos rasgados y labios gruesos, se veía, no sólo lánguido entre la multitud, sino que sus facciones se repetían en la que descansaba en el fondo del féretro.

Una vecina acariciaba el vidrio del ataúd como si se tratara de los cabellos de Daniela Patricia, la hermanita de Yolimar, que, con apenas 12 años, cayó ante una bala de la Guardia Nacional.

Entre la multitud del barrio La Silsa que se reunía en la funeraria algunos comentaban:

- Dios lo quiso así.

A pesar de que todos temen y de lo que dicen, pocos se sienten realmente conformes con lo ocurrido...

El morado quizás fuera una casualidad entre el guardarropa de los vecinos de La Silsa, pero que todos vistieran ese color parecía más bien un código, porque a quien despidieron era apenas una niña.

Aquella ocasión que sirvió para reunir al barrio, comenzó a las ocho de la noche del viernes 25 de julio, cuando Daniela Patricia, Yolimar, y tres amiguitas más, esperaba en el sector La Pantalla a que estuvieran listos los pepitos que habían encargado un poco más abajo.

En el pasillo serpenteante, que está sobre el muro de contención al que llaman La Pantalla, las cinco niñas se apretujaban en tres escalones junto a una baranda. Unos metros más abajo está la calle, desde la cual el pasillo se ve con toda claridad.

Estaban solas, en eso insiste Yolimar. Aunque desde donde se encontraban era imposible ver el pequeño callejón donde había un grupo de jóvenes reunido.

Quienes vieron llegar a los cuatro efectivos, desde el sector de La Moran, dicen que iban más bien asustados. El jefe de la comisión se detuvo, cerca de La Pantalla, frente a la bodega de Don Ernesto. Dos más estaban al pie del muro de contención, y un tercero a unos metros de ellos.

Desde el callejón, los jóvenes dispararon seis veces hacia donde estaba la comisión. El guardia rezagado se lanzó al suelo, quizás los que estaban más adelante lo creyeron herido, pero sólo se había resguardado allí, encogido, protegiéndose, disparando como podía. Lo que siguió fue una lluvia de más de 50 tiros de FAL que los efectivos hicieron hacia el pasillo en lo alto del muro.

Las chicas comenzaron a correr en medio de las balas y los guardias seguían disparando hacia donde ellas estaban. El barrio se paralizó: los jeepseros abandonaron sus carros, y el suelo de La Silsa quedó cubierto de personas que se cuidaban de los disparos. Entendían que de una bala de FAL nadie se salva.

Yolimar iba a toda prisa. A sus espaldas escuchó que Daniela Patricia gritaba.

- ¡Me dieron!

Su hermana le gritó que no jugara con eso. Pero, al volver la vista en un recodo, no la vio. Volvió sobre sus pasos. Estaba junto a a un pequeño matorral que hay en el camino. Sangraba.

-No me dejes morir.

Yolimar gritaba pidiendo auxilio y los tiros seguían rebotando en la pantalla.

Alterado, el bodeguero le reclamó al jefe de la comisión que dejaran de disparar, parecía haber alguien herido.

El guardia hizo señas a los suyos que seguían disparando, como si de una barricada se tratara, aunque hace buen tiempo los tiros eran solo suyos. Alzó la voz por encima de las balas y, cuando tuvo la atención de sus subordinados, volvió con las señas para que se replegaran.

Alguien en la calle confirmó que había una niña herida.

Algunos dicen que los guardias palidecieron. Comenzaron a recoger las conchas de sus propios fusiles, y uno reclamó.

- ¡Pero bueno, qué hace una menor a esta hora en la calle!

Cuentan en el barrio que los guardias volvieron la madrugada siguiente y recogieron más de su evidencia. Una de las viviendas muestra las marcas de los balazos de FAL, y algún vecino recolectó 13 conchas más. Dicen incluso que los guardias fueron de civiles y “visitaron” a los residentes de las casas en lo alto de La Pantalla.

10 días después de la muerte de Daniela Patricia, no hay sorpresa. Los cuatro guardias, plenamente reconocidos, fueron llevados con cortesía a la policía científica para hacerles análisis a ellos y a sus armas. Los FAL fueron devueltos tras las experticias, y los efectivos regresados a sus funciones o, si acaso, los dejaron a la orden de su comando, pues, como dice la policía.

- Con la guardia hay que conservar un protocolo.

En las callejas del Segundo Plan todos siguen hablando de lo ocurrido. Algunos lo hacen en la casa de Yolimar Centeno, la mamá de las dos hermanas. Dos tías de la niña y la abuela están allí.

- Es que si al menos los guardias se hubieran quedado a dar la cara...

Las paredes de la casa se han quedado semidesnudas. Las fotos de Daniela Patricia fueron removidas, con prudencia, por las tías. Yolimar madre quiere olvidar y procuran ayudarla en su misión.

La mamá de la pequeña camina arrastrando los pasos y se deja caer en una silla, ausente. La madrina de la chica se asoma a la reja, y Yolimar comienza a llorar. Da arcadas, hasta que se abraza a la cintura de su comadre, la madrina de la niña.

- Ay negra, mi Daniela!! Se la llevaron. ¡Esos asesinos mataron a mi niña!

La frase, siempre usada para referirse a la delincuencia, esta vez hablaba de la autoridad.

*Foto: Venancio Alcázares (El Universal)

jueves, 17 de junio de 2010

La muerte tiene su tiempo


Los días se quedaron detenidos en el calendario del cuarto de Ori. La inmensa "X" negra, que cubría cada día en pleno, llegó hasta el 23 de febrero. Esa mañana, cuando se levantó, no tenía en sus planes volver a ver a Giomar, su exnovio. Pero la madrugada siguiente ella y, su mamá, Quimi, fueron abaleadas y quemadas en Parque Caiza por el propio Giomar y seis hombres más. La causa fue el robo de 32 mil dólares que los padres de la chica ahorraban para comprarle un carro.

Los vecinos que salían de Parque Caiza, la mañana del 24 de febrero, vieron en un descampado los dos cuerpos lacerados y quemados. Los que allí estuvieron no olvidan la imagen de aquellas dos mujeres: separadas por unos dos metros de distancia, madre e hija vivieron juntas su muerte. Pero fue Ori quien primero presenció cómo mataron y quemaron a su mamá.

Aquellas muertes, sin embargo, comenzaron unos días antes. Orianna tenía más de seis meses sin saber de Giomar Cartagena. La relación, que estuvo a punto de matrimonio, terminó a finales de 2008: Ori tomó un bolso un día de julio de 2009 y le dijo a su mamá que viajaría al estado Bolívar, para visitar a Giomar en la casa de su abuela. Quimi, que conocía a Giomar y nada le gustaba, no la disuadió. Confiaba en que, como antes, ella acabaría por darse cuenta que no valía la pena.

Ori estuvo unos 15 días en Bolívar. Giomar y ella habían vuelto, pero bastaron 10 días más para que se diera cuenta de que ya no lo quería y, una vez, más rompieron.

Lorena Morey, una de las mejores amigas de Ori, cuenta que en ese episodio ella le comentó:

- El me dijo que había cambiado, pero es el mismo.

Se refería a los constantes desplantes de Giomar, a las horas que la podía dejar esperando por él. En fin, a la “patanería” con la que todos recuerdan que la trataba.

Al poco tiempo de haberse separado, Giomar fue herido al enfrentarse a tiros con la Guardia Nacional en Barquisimeto, en Lara. En esa ocasión fue detenido por secuestro y robo. Una tarde Ori lo llamó para saber si estaba bien, él se negó a atender y puso a su amigo, y compañero de delitos, a que le dijera que no quería saber nada de ella. 50 días más tarde él quedó libre por un tecnicismo legal.

Los meses pasaron y Ori conoció a Francisco, el chico con el que estuvo hasta el día de su muerte. Las familias de ambos estaban satisfechas con la relación, en especial la mamá de Ori. En ese tiempo Quimi se animó a darle a su hija tres cartas que escribió durante los cuatro años que la chica estuvo con Giomar. Allí le contaba lo mucho que lamentaba verla sufrir por el maltrato de él.

Pero el exnovio, siempre reincidente, volvió a aparecer días antes de la muerte de Ori y Quimi.

Según la investigación policial, los registros telefónicos muestran que Giomar llamó a Ori del celular de su mamá.

La policía cree que ingenua, Orianna, le comentó a Giomar que su mamá ya tenía el dinero para comprarle el carro en su cumpleaños.

Giomar conocía los hábitos de la familia, sabía que Quimi era dada a guardar el dinero en efectivo y, en la mayoría de los casos, dólares, pues antes ella le prestó 30 mil Bs.F que él nunca les devolvió.

Douglas Cartagena, el primo de Giomar, y uno de los dos detenidos por la muerte de madre e hija, relató que el 19 de febrero Giomar lo llamó por teléfono, a Ciudad Bolívar, a él y a Luis Molina Cartagena, otro primo, para hacerles una propuesta.

-Tengo una vaina buena.

Cuando se reunieron el 22 de febrero en Caracas, contó Douglas en su declaración, estaban tres hombres más, llegados de Barquisimeto. Se trataba de “los Guaros”, uno de los cuales habría estado preso con Giomar en Uribana. Ellos también fueron invitados a ser parte del falso secuestro. Giomar sacaría a Orianna de su casa con la excusa de despedirse, pues diría que estaba enfermo y por ello se iba a vivir a España.

Los hombres fueron juntos en el día a fijar el lugar dónde iban a interceptar a la pareja: un paraje en la Cota Mil, donde Giomar diría que iba a orinar. Así lo hicieron...

Mientras Giomar y “los Guaros” fueron a casa de Ori en San Bernardino para llevarse a Quimi, los primos Cartagena se quedaron con Oriana a vigilarla.

Los dos debían permanecer en silencio, pues, aunque tenía los ojos vendados, ella les conocía de aquel viaje a Bolívar. El teléfono de Luis sonó y él respondió. Pronto Ori comenzó a comprender…

- Tú eres Luis, el primo de Giomar. ¿Por qué me están haciendo esto?

Orianna gritaba angustiada al darse cuenta de lo que estaba pasando.

Los dos primos se quedaron callados. Cuando el grupo estuvo junto de nuevo, Luis le contó a Giomar lo ocurrido.

- La chama me reconoció.

- Entonces hay que matarlas.

La sentencia de Giomar fue indiscutible. Cuenta Douglas que de nada valió que él objetara la decisión alegando que era apenas la palabra de Ori, y que no los había visto. Giomar concluyó.

- Al que le toca, le toca.

A la mañana siguiente ambas fueron halladas. Según el relato de Douglas el propio Giomar disparó. Luego las rociaron con gasolina y las quemaron para dificultar que las identificaran.

De ese instante han pasado más de tres meses, y la mayoría de la familia y los amigos han vuelto a sus vidas. Aún así, quedan dos cuyo tiempo comenzó a marchar distinto desde ese 23 de febrero.

Francisco, el novio perfecto, va cada domingo al cementerio a llevarle flores a Orianna.

El papá de Ori consume los días. La cuenta que se detuvo para Orianna comenzó para Santi-KO. Hace poco le comentó a una de sus mejores amigas.
- Van 110 días desde que ya no están.

lunes, 31 de mayo de 2010

Cambio de plan por un BlackBerry


Ichazu Ledezma y sus dos hijas se habían acostumbrado a estar solas para todo. Juntas elaboraron el proyecto de irse a vivir a Euskadi, en España. Y, aunque Estefanía, la mayor de las hermanas, era la más animada para mudarse definitivamente de Venezuela, ella no concretaría el plan: murió cuando la atacaron para robarle el BlackBerry.

Eran las 2:00 de la tarde del 15 de mayo cuando, la chica regresaba a su casa, en el edificio Lamare, en la calle 14 de La Urbina. En la mano apenas llevaba una bolsa de pan, su monedero de rallas y el BlackBerry. Su teléfono sonó y ella, poco temerosa, respondió sin preocuparse. Estefanía hablaba mientras unos sujetos en un Volkswagen Gol gris oscuro se pararon a su lado exigiendo el aparato.


Una vecina escuchó un grito, y corrió a la ventana: creyó haber visto a la chica forcejar con uno de los hombres del carro.

En la calle Estefanía entregó el teléfono. Un instante después reaccionó, se echó sobre el capó para impedir que se fueran con el teléfono con el que tenía apenas dos meses.

El chofer del Gol maniobró en zigzag para deshacerse de Estefanía. Al caer al suelo se golpeó la cabeza.

A Ichazu la avisaron que una joven estaba herida en la calle y ella, más temprano, había visto a la hija de la conserje en la entrada del edificio. Estaba nerviosa, al llegar a la Planta Baja vio a la conserje. Ambas, en medio de los nervios, tenían algo que decirse.

- Maribel mataron a tu hija –dijo Ichazu.

- No, fue a la tuya – respondió Maribel.

Los gritos de ambas siguieron hasta la calle. Dos policías de Sucre levantaban a Elizabeth que estaba desparramada en el suelo. Cuando alcanzaron a meterla en la patrulla, Ichazu aclaró que no tenía seguro, en el hospital de El Llanito no tenían tomógrafo… Ya estaba en coma cuando la familia la trasladó a la clínica Ávila. Cinco días después murió sin haber recuperado la conciencia.


En la calle 14 al menos tres personas han sido asesinadas. Los vecinos cuentan cada caso de muerte como la biografía del lugar. Pero a esas historias suman las de la embarazada que la asaltaron con un cuchillo; o la de la conserje que iba con su hija y fue seguida por motorizados que pretendían robarla, pero ella se negó.

Mientras eso ocurría Ichazu fue comprendiendo que esa violencia tarde o temprano las alcanzaría.

A la chica le habían regalado el BlackBerry en su cumpleaños el 5 de marzo pasado. Desde entonces Maribel, la conserje que la vio crecer, le solía advertir que no lo sacara en la calle.

Los asesinos solo se llevaron el teléfono, cambiaron el “sim” del equipo y se dispusieron a usarlo.


La madrugada del jueves 27 la policía llegó a la casa de los asesinos en el barrio Campo Rico, muy cerca de La Urbina.

José Luis Hermoso García, de 20 años, Fernando Antonio Cavas Vázquez, de 28 y dos menores de 16 y 17 años, buscaban, una víctima en La Urbina… Así lo hacían habitualmente. Cuando atacaron a Estefanía ni siquiera estaban armados.


Una menos en el plan

La mamá y la hermana de la chica nunca volvieron al apartamento en el que vivían hacía unos 20 años, la edad de Estefanía.

Desde su muerte Ichazu espera en casa de un tío a que lleguen los primeros días de junio y con ellos el pasaporte español de Vicky. Con él ambas se irán definitivamente a España. Aunque el plan original era mudarse en septiembre, sin Estefanía no tiene sentido esperar.


Vicky, la hermana de Estefanía, tiene 18 años. Cuenta que tenían una relación única: eran las mejores amigas, compartían amigos, compañeros de clases.

- Éramos las hermanas Ledezma contra el mundo.


Ahora sólo siente rabia e impotencia.

Ichazu no quiere hablar. Hace 15 años perdió a su esposo. Sus suegros vivían en Altamira y el papá de las niñas solía ir a pasear en bicicleta por la Cota Mil. Un día bajaba a casa de sus padres y un joven en patineta se atravesó en la vía, cuando trató de maniobrar cayó de la bicicleta y se golpeó la cabeza. Murió de inmediato.

Desde entonces Ichazu y sus hijas se unieron cada vez más. Las tres eran amigas y las chicas se sentían libres de hablar con su mamá de lo que fuera.

A sus 20 años Estefanía esperaba poder hacer en España lo que más le gustaba. Pensaba en ser modelo, en diseñar ropa o ser actriz. Sentía que allá sus posibilidades eran ilimitadas…

miércoles, 19 de mayo de 2010

Osamentas sin destino


El muerto será su esclavo. La luz de la luna iluminaba las cuatro figuras a su alrededor. Era más de media noche y allí permanecerían, quizás hasta el amanecer. En el frenesí de la ceremonia nadie imaginó lo que vendría... Los policías llegaron de pronto, bajaron las estrechas escaleras hasta alcanzarlos en el pequeño patio repleto de basura donde se hacía el ritual. Todo quedó interrumpido.

José y Andrés Rodríguez Trujillo son babalaos y paleros, Daniela Francia Espinoza está en su año de giabó, en el que permanecerá vestida de blanco; a ellos los acompaña un chico de unos 17 años, cuñado de uno de los hermanos. Todos practican la fe yoruba.

Pero los funcionarios que llegaron a la casa 133 en el callejón Las Mercedes de La Pastora no vieron la actividad del grupo como un acto de fe, sino como una violación a la libertad de culto: los huesos que rodeaban eran una osamenta de una tumba profanada en el Cementerio General del Sur. Aquella madrugada del 4 de febrero la policía no sabía que no se trataba de los restos de una sola persona.

Esos huesos no son los únicos que han entrado a la casa de aspecto colonial. No eran los primeros, ni serían los últimos.

La casa 133 luce un aspecto benévolo y, sin embargo, al cruzar la puerta todo cambia. La entrada es resguardada por unas 12 figuras negras y esbeltas, algunas de madera, acompañadas de restos de comida: ofrendas dadas a los dioses. Más allá una estatua de Santa Bárbara de tamaño natural mira de frente a quienes alcanzan la estancia. En el suelo se dibuja un camino de velas blancas que atraviesan la casa.

Un recorrido con cruces en recovecos inimaginados lleva a unas escaleras que van a dar al pequeño patio de los rituales.

Para “Rayar en palo” -convertir a un muerto en esclavo- hay que permanecer a la luz de la luna. Por eso aquella noche estaban allí y no en el pequeño cuarto junto al patio.

En los estantes de esa habitación están hermanados las cortes india, negra, la vikinga, con el malandro Ismaelito y los dioses de la fe yoruba; el ánima del Taguapire con el doctor José Gregorio Hernández. La reina María Lionza comparte la repisa con una virgencita que, quizás, fue el recuerdo de algún bautizo al que invitaron a alguien de la familia y, a falta de un mejor lugar, fue a dar al estante de la santería.

Junto a ese cuarto las artes claras de la tradición venezolana se van oscureciendo. La otra habitación tiene un pentagrama en el piso y en la pared extraños jeroglíficos están pintados con graffiti negro.

De todo eso se cansó el vecino que, esa noche, le avisó a la policía que allí se estaba haciendo un ritual con un muerto.

La mañana siguiente el comisario Albis Pinto, subdirector de la policía científica, admitía que no le gustaban las energías que había en el lugar. Una reportera embarazada también se sentía agobiada por el ambiente.

- Yo puedo ver cualquier muerto, pero a esa casa no entro.

La sentencia era compartida. Los propios policías no se sentían muy cómodos allí, aún así debían hacer en levantamiento.

Sobre el piso de cemento del patio la osamenta había sido dispuesta en el orden del cuerpo. Faltaban pies y manos y la pelvis. Por lo demás era un cuerpo huma
no.

El comisario dijo que hasta febrero habían recibido unas 20 denuncias de profanaciones. Una red en el cementerio se ocupaba de facilitar a paleros como José y Andrés los restos de los cuerpos. Se hablaba entonces de unos cinco hombres.

Pero las profanaciones ocurren cada semana, o al menos eso aseguran los familiares de quienes allí están enterrados.

Lo confirman, además, otros miembros de la cultura yoruba.

Mariela dice que en Caracas hay entre 400 y 500 paleros y todos ellos necesitan los restos, así que la red del cementerio sirve para facilitar esas partes.

- Se puede pedir una cabeza, pero incluso uñas y pelos sirven.

El pacto con el muerto incluye que éste acepte el trato. En una ceremonia “la entidad” dirá si quiere servir a la persona: si acepta, hará todo lo que el palero le pida - incluyendo atormentar o matar- sino el hueso no puede ser usado y pasará a formar parte de rituales futuros. Lo siguiente será ir en busca de nuevos huesos.

La madrugada de febrero aquel cuerpo fue armado con huesos que se compraron a la red en el cementerio, los demás eran de aquellos que se “negaron” en otras ceremonias.
La policía prometió que a los restos se les harían análisis para tratar de devolverlos a su tumba…

Dos días después de su detención los paleros fueron puestos en libertad. Habrían de culminar el ritual con nuevos huesos.

En las caminerías del Cementerio General del Sur, entre las estatuas de ángeles con rostros apacibles y los Corazones de Jesús que vigilan el descanso de los difuntos, se ven los ataúdes abiertos. Uno, o varios de ellos, quizás albergaron a los muertos cuyos restos ahora son los protagonistas en ceremonias de paleros.

Pero el cuerpo que usaron aquella madrugada de febrero tiene otra caja por destino. También bajo tierra.

Abajo, en el sótano de la morgue de Bello Monte, en el departamento de antropología forense, reposan los huesos de la ceremonia. Allí comparten con fragmentos de cuerpos que vienen y van de distintos lugares del país. A tres meses de haber sido recuperados, aún el antropólogo está haciendo comparaciones para determinar el sexo y la edad. Lo más difícil es precisar cuánto de la osamenta pertenece a una misma persona, y, si acaso, había también partes de animales. Pero, además de desentrañar la identificación, faltaría un familiar con quien comparar el ADN de la osamenta, y qué familiar buscaría en la morgue los restos de una persona que ya fue enterrada.

El dueño, o los dueños, del cuerpo armado a retazos acabaron en nada. El alma que buscaban los yorubas no pudo prestar sus “servicios”, y tampoco podrá volver al descanso de su tumba ya abierta. Entre tantos huesos perdidos, recorrer la senda de vuelta al cementerio –al amparo de las flores de algún familiar que lo recuerde de cuando en cuando– es un camino truncado, aún más para un espíritu que fue separado de sus huesos.

Foto Fernando Sánchez/El Universal

domingo, 9 de mayo de 2010

De una quinta a una celda tres por tres (Parte II)


El Corsa con los tres hombres rondó durante varios días las residencias Galerías Country. La puerta eléctrica de la entrada se había dañado, decidieron entonces que era el momento para ejecutar el plan de matar a Oswaldo Káram. Cuando llegaron la noche del sábado 20 de marzo habían arreglado la puerta, así que debieron esperar a que llegara un vecino. La única que entró a esa hora fue María Eugenia con el taxista.

La muerte de Káram se gestó en el barrio Santa Rosa, cerca de la avenida Andrés Bello. Allí, la casa de un hombre en silla de ruedas sirvió para los encuentros entre Luis Eduardo Rodríguez Carrillo y el exfuncionarios de la Disip, José Díaz, quienes, según la investigación policial, fueron los encargados de buscar a los que ejecutarían la muerte.

Después de varias “entrevistas” con delincuentes, Edgardo y Kleiber fueron los seleccionados para el trabajo.

Luis creció en Santa Rosa, por eso decidió buscar allí quien hiciera el trabajo. La policía descubrió que él mantiene un romance con la suegra de Káram, Raquel Hunter de Terán, de 54 años. Fue de allí de donde provino el plan.

Alicia Terán, de 39 años, pasó 10 años casada con el empresario Oswaldo Káram, accionista mayoritario de la clínica La Floresta y de otros centros de salud en Latinoamérica y Estados Unidos, además de ser propietario de acciones de un importante diario venezolano.

Tres hijos tiene la pareja. Pero Oswaldo y Raquel decidieron separarse cuando el mayor de los niños tenía 10 años. Ella se quedó en la quinta de su nombre, en Valle Arriba, y él rentó, el apartamento de Galerías Country.

En los seis años que ha durado el litigio de divorcio, Káram ha dicho que le ofreció a Raquel hasta ocho millones de dólares. También la casa, los carros, los escoltas y la manutención, para finiquitar la separación. Pero, al parecer, ella quería más que eso.

Cuando Luis Rodríguez decidió contratar a Edgardo y Kleiber, los testigos han relatado que se les dijo que les darían un millón de dólares cuando Raquel estuviera en poder de la herencia. Ellos pidieron dinero adelantado y les ofrecieron 150.000 Bs.F cuando se ejecutara la muerte. Pero exigieron hablar con la esposa y la suegra del empresario.

Madre e hija asistieron a principios de marzo a una reunión en el barrio Santa Rosa. Los vecinos miraron extrañados los lujosos BMW.

Cuando el plan de matar a Káram fracasó, Luis llamó a Raquel Hunter y ésta a su hija.
Los asesinos debían morir pues ellos eran el nexo entre los intermediarios y Raquel. Claro que eso lo acabaron haciendo ellos mismos.

Raquel llegó a la policía científica tres semanas después del intento de asesinato. En el piso 4, donde está la división contra Homicidios, le gritaba a uno de los funcionarios que lleva el caso.

-¿Usted sabe de dónde vengo yo ahorita? ¡De Miraflores! Yo quiero saber por qué están interrogando a mis escoltas. Este es un caso que hay que investigar bien.

El policía la miró de soslayo con una media sonrisa.

- Claro que lo vamos a investigar bien. Tenga la confianza. Por eso estamos interrogando a sus escoltas.

La aclaratoria no pareció calmarla.

El trabajo de la policía había demostrado el nexo de madre e hija con Luis Rodríguez; y, al menos un testigo, declaró que ellas fueron a Santa Rosa a reunirse con los asesinos.

Cerca de la media noche del 23 de abril, la policía llegó a la quinta Raquel con una orden de un tribunal para detener a la que inspiró el nombre de la residencia. Esa misma noche se llevaron también a su mamá, Raquel Hunter, de su apartamento en Las Mercedes.

Las acompañaban varios abogados. Cuando las hicieron entrar a la división de captura de la policía, Raquel preguntó.

- ¿Nos van a meter en esa celda?

Parte de la familia de Raquel no cree lo ocurrido, dicen que es un montaje para perjudicarla.

Madre e hija permanecían, hasta el domingo 9 de mayo, en una celda de tres por tres metros de la división de captura de la policía científica, cuyo baño es una letrina.
Káram supo que pretendían matarlo al día siguiente de haber visto a María Eugenia por el ojo mágico, y de inmediato tomó un avión a Nueva York. Volvió a Venezuela desde Panamá cuando su esposa y su suegra fueron detenidas. Estuvo en el país menos de 10 horas, sólo para declarar. Aún no podía creer lo ocurrido…

sábado, 8 de mayo de 2010

De una quinta a una celda tres por tres (Parte I)



Recostado en su silla, Oswaldo Káram miraba las noticias de Venezuela desde su casa en Panamá. Era sábado. Esa noche aderezaba su cumpleaños número 48 años con un vaso de whisky. Al escuchar que la policía científica había resuelto el intento de homicidio del que fue víctima se incorporó, se sentía alegre y apuró un trago. El jefe de la policía arrastraba las palabras generando un suspenso inducido.

- Las autoras intelectuales son la esposa y la suegra de Káram.

Así habían terminado 10 años de matrimonio y seis de litigio de divorcio.

Cuarenta días antes de que escuchara el noticiero Káram estaba acostado en su cama en su apartamento en Galerías Country, cerca del Country Club en Caracas, y estaba acompañado por una dama. Al oír el timbre se extrañó, pero fue a mirar. Detrás de la puerta, María Eugenia Rorthans, una de las vecinas, pedía un vaso de agua. Por el ojo mágico Káram vio sombras a su alrededor y decidió que no quería abrir y, sin darle mayor importancia, regresó a la cama.

Aquella negativa le evitó la muerte.

María Eugenia, colombiana y esposa de un ciudadano francés que en Venezuela trabaja para una trasnacional, tenía poco más de un años en el país, así que solía usar un servicio de taxi ejecutivo para salir de la casa. Esa noche regresaba sola con el conductor. Esperaban tras la reja del estacionamiento que la puerta acabara su periplo cuando dos hombres llegaron de pronto y se subieron al carro con ellos. Edgardo Torres, y Kleiver García les apuntaban y amenazaban al mismo tiempo. No ocultaron su objetivo: uno de ellos le mostró a María Eugenia una foto de Oswaldo Káram.

- Lo vamos a matar y tú lo tienes que hacer salir de su casa.

María Eugenia apenas controlaba los nervios, pero a instancias de la pistola se sobrepuso para pedirle a Káram el agua.

Cuando Edgardo y Kleiver vieron que no pudieron hacer el trabajo se enfurecieron y decidieron asaltar la casa de María Eugenia. Poco importaron las súplicas de ella pues allí estaban sus niños, de cinco y siete años, con la señora de servicio.

El homicidio que devino en ratería los llevó a cargar con todo lo de valor que pudieron. Afuera, en el Corsa, el tercero del grupo que tenía la encomienda se cansó de esperar y se marchó. Los frustrados asesinos decidieron llevarse a María Eugenia, sus hijos, el conductor y hasta la señora de servicio para garantizar que nadie llamara a la policía. En ese punto no tenían claro que harían con ellos.

Lo robado no cabía en el carro del taxista, así que optaron por llevarse la camioneta Ford Explorer de María Eugenia.

Aquel singular grupo emprendió el camino a la avenida San Martín, donde estaba programado el pago. Pero el trabajo no estaba hecho.

El conductor del Corsa llegó solo a la calleja de una de las entradas hacia El Guarataro. Allí lo esperaba Luis Eduardo Rodríguez Carrillo, de 38 años, quien se ocupó de la contratación de los homicidas, y José Díaz, exfuncionarios de la Disip, también intermediario con los homicidas, y que, además, prestó su arma para el trabajo.

El sujeto del Corsa se asomó a la valija donde reposaban los 150 millones que sería el primer pago por la muerte de Káram. La posibilidad de acceder a ese dinero se dañó poco después con una llamada.

Edgardo y Kleiber le avisaron a Luis que no se había hecho el trabajo y, en cambio, le relataron el robo en que acabó todo. No aclararon que traían compañía. Luis ordenó que fuera a descargar lo robado en una casa en el Guarataro que le indicó, allí hablaría con otro sujeto llamado Jonathan.

Pero el chofer del Corsa comenzaba a intuir qué algo estaba mal. Se preguntaba por qué mandarlos a una casa que no estaba en los planes, en lugar de reunirse en el sitio de encuentro. Además, la actitud de los dos hombres lo hacía dudar. Sacó su teléfono y le advirtió a uno de los asesinos.

- Pendiente que alguien aquí tiene una mente contigo.

En la camioneta María Eugenia ya no podía seguir al volante y al llegar a la casa en El Guarataro pidió que dejaran conducir al taxista.

La orden de Jonathan era, en efecto, ultimar a ambos asesinos, pero él no se imaginó que llegarían con la camioneta llena de gente.

Descargaron en unos minutos. De vuelta en la Explorer, Edgardo y Kleiber tomaron uno el puesto de atrás del piloto y el otro el del copiloto. Ya para entonces se miraban con desconfianza y comenzaron a discutir por el trabajo no realizado. Segundos después se habían disparado uno al otro con María Eugenia y su familia en medio de las balas.

Jonathan vio lo ocurrido; se subió a la camioneta y ordenó llevar a los dos hombres al hospital Militar para dejarlos, pero allí no los atendieron.

Al salir del hospital Jonathan se dio cuenta de que ambos habían muerto.

- ¡Déjame aquí, déjame aquí!

La familia lo vio desaparecer por una calleja, pero antes de bajarse recogió las dos armas.

María Eugenia se vio con su familia y dos muertos en la camioneta y lo único que se le ocurrió fue regresar a Galerías Country. Mucho habrían tenido que explicar si de vuelta los detenían en una alcabala. Al llegar a la casa llamaron a la policía.

El exdisip al notar lo ocurrido, decidió ir a la policía y denunciar que esa madrugada, sujetos en una Ford Explorer roja, le habían robado el arma en San Martín. Así pretendía cubrirse si su pistola aún estaba en la camioneta.
Foto: Venancio Alcázares/El Universal

jueves, 29 de abril de 2010

La muerte llegó tumbando la puerta


Los gritos de doña Teresita se colaban por los vidrios de romanilla del baño de su casa. Aquel sonido viajó hasta llegar a los oídos de la familia de quien había entrado a la fuerza:
-¡Dios mío, Dios mío, no puede ser!
Quienes la escucharon pensaron que una llamada de media noche había traído una mala noticia a la quinta en Prados del Este. A ninguno se le ocurrió que la estaban matando.
En los últimos 50 años la casa de doña Teresita había permanecido imperturbable. No hubo fiesta de bodas, ni hijos, ni nietos que llenaran el lugar de gritos. Aún así ella vivía feliz en su silencio. Claro que su caso era la ilustración del proverbio que reza: “A quien Dios no le da hijos, San Pedro le da sobrinos”. Leopoldo Aguilera, el sobrino de doña Teresita, pasó por su hijo durante toda la vida.
A ella no le tocó el cambio de pañales o andar tras él cada minuto en sus primeros pasos, pero cuando tenía 17 años fueron muchas las charlas y reflexiones que compartir acerca de la vida… Y la muerte, porque después del básico de medicina él se hizo oncólogo.
Mientras sus hermanos veían crecer a sus familias ella se dedicó al trabajo. Llegó a Caracas desde Margarita para estudiar el quinto año de bachillerato, y se decidió por la economía en una época en la que era una carrera de hombres. A pesar de eso consiguió abrirse paso e hizo su profesión en la Corporación Andina de Fomento.
Abuela con nietos prestados doña Teresita fue dos días antes de su muerte a un juego béisbol para ver practicar a los hijos de su sobrino. Le habían insistido tanto que al final les acompañó.
La última distracción de doña Teresita fue pintar unos antiguos muebles de mimbre que se habían hecho viejos con ella. El domingo en la mañana Leopoldo fue a llevarle las pinturas. Esa fue la última vez que la vieron viva.
En las calles de Prados del Este las quintas encierran su belleza tras altos muros con concertinas aceradas y sofisticados sistemas de alarmas. Allí la gente se siente menos vulnerable. Pero hace 50 años cuando doña Teresita compró su casa con lo que ganaba como economista la verja era baja y el jardín estaba expuesto a la vista de quien pasara. Ella no estaba muy dispuesta a cambiar eso. Con los años la tranquilidad en la que vivía comenzó a ser una quimera: Entraron a la casa y se llevaron hasta una laptop que le habían regalado. Mientras saqueaban su casa ella siempre estuvo al amparo de su almohada.
Ratería de medianoche que arrasaba con todo lo de valor que pudieran conseguir. La última vez, en febrero pasado, se llevaron incluso las llaves de la casa. Leopoldo vino y cambió las cerraduras, subió los muros, puso un sistema de alarmas y le volvió a decir a su tía que se fuera con a vivir con él y su familia. Ella persistió en su posición.
- De aquí me van a sacar muerta.
Y así lo hicieron.
Leopoldo estaba con su papá cuando recibió la llamada de la señora de servicio de su tía, era un martes y nadie abría la puerta de la quinta Guara. Padre e hijo se fueron juntos a la casa de la calle San Francisco. No estaba el Yaris azul y ella nunca salía antes de que llegara la persona que limpiaba.
Abrieron la puerta y entraron llamándola.
La puerta del cuarto principal estaba astillada y rota, adentro el cuerpo de doña Teresita estaba roto también: recibió unas diez puñaladas.
Cuando la policía de Baruta y la policía científica llenaron la calle la familia del asesino fue parte de la gente que se horrorizó. Los vecinos vieron que su seguridad, tras las rejas que cierran las calles de Prados del Este y el portón eléctrico, había sido vulnerada y nadie se dio cuenta.
Cuatro días después la policía dio con el carro robado. Estaba a unas pocas calles de la quinta de doña Teresita. En la casa junto a la cual estaba el Yaris Gilberto Rivero Masot trató de decir que le habían dejado el carro para repararlo y el dueño no regresó. Luego confesó todo: vendería el Yaris que le había llevado Fernando León Rodríguez quien, a su vez, usaría la plata para comprar droga.
La noche del 12 de abril doña Teresita vio que Fernando León, a quien había visto crecer los últimos 31 años en su misma calle, entró a la quinta. Él se había encargado de desconectar la alarma y, por sus incursiones anteriores, conocía tan bien los espacios que entró sin forzar las puertas. Ella se encerró en su cuarto.
En su casa, y a sus 78 años, ella esperaba que la muerte llegara como una visita tranquila, sin aspavientos. Había visto a su sobrino pelear con el cáncer de sus pacientes y sabía que, si debía enfrentar una enfermedad, estaría en buenas manos.
Cuando se supo quién fue el asesino la frase “¡Dios mío, no puede ser!” cobró otro sentido. Le tumbaron la puerta y le sacaron la vida a cuchilladas. Ella murió en el asombro…

jueves, 22 de abril de 2010

“No les va a atender porque la maté”





Eran las 5.30 de la madrugada cuando el “Inca” Valero salió de la habitación. Estaba solo y se veía que se había bañado. A pesar de las cuatro horas que habían pasado desde que él y Yenifer Carolina, su esposa, finalmente se fueron al cuarto, el Inca seguía nervioso: caminaba de un lado a otro y se retorcía las manos. Se tomó un café, pero nada parecía calmarlo.

Llamaron en vano a la habitación y fue cuando el personal del hotel Intercontinental de Valencia se atrevió a acercarse a Valero para decirle que estaban preocupados porque ella no atendía el teléfono, él solo les respondió: “Es que no les va atender porque la maté”.

Lo que siguió fue la detención de la policía de Carabobo.

El “Inca” había llegado a esa muerte estando convencido de que Yenifer pretendía que lo mataran.

La noche del sábado en las horas de viaje desde Mérida él se sentía perseguido, todos los carros le resultaban amenazantes. En cada alcabala del camino los Guardias Nacionales o los policías estaban esperando por él. Los movimientos de Yenifer a su lado eran, para él, señales de que le indicaba a los policías de las alcabalas que lo mataran.

En ese tormento llegaron a Valencia y se fueron al hotel Intercontinental pues ya no había manera de seguir el viaje. En la recepción estuvieron desde las 11.30 de la noche. Allí, Valero tampoco se sentía seguro, personas extrañas en la recepción lo señalaban.

Pidieron una habitación, pero antes exigió que la revisaran hasta debajo de la cama y así lo hicieron. Por prevención lo asignaron a una zona donde no había demasiados huéspedes. Con preocupación los encargados del hotel lo vieron desaparecer aquella noche tras la puerta.

En la habitación en "Inca" terminó de consumir lo que le quedaba y luego lo acompañó con todo el licor que había en el bar de la habitación.

Y ya no supo más, o al menos fue lo que le dijo a los funcionarios que lo interrogaron.

Cuando despertó tenía las manos llenas de sangre y a su lado Yenifer estaba muerta con tres heridas perfectas en el cuello.

Él mismo relató tras su detención que antes de salir de El Vigía había comprado 50 gramos de cocaína que fue consumiendo durante el viaje. Quizás pensaba que si partía a Cuba el 19 de abril para su rehabilitación ya no habría más.

Cuando la policía bajó a “El Inca” de la media pared en la que se había colgado con su blue jeans los forenses se dieron cuenta de que en su boca estaba un papel doblado, al abrirlo vieron que era una foto de él con sus hijos.

Su fin fue quizás el resultado del estado de conciencia en el que entró una vez pasaron los efectos de la cocaína, allí comprendió que mató a su esposa y todo lo que eso implicaba...

miércoles, 14 de abril de 2010

Anthony no se podía “desplazar”


Estaba recostado sobre la moto. La luz de un bombillo colgante en una casa cercana, le alumbraba el perfil marcando las líneas de la cara cuadrada y varonil. Anthony escuchó el ruido de otra moto. Los que dispararon eran dos: casi niños y residentes de Píritu, pero la diferencia es que ellos son de los que deciden quién se “desplaza”.

Pero en el barrio nada de lo que se presencia se cuenta a la policía. El miedo a que los asesinos vengan por ellos acompaña a los testigos que lo que pudo haber pasado la madrugada del domingo 11 de abril. El temor los ayuda con el silencio. Así que Viney, la mamá de Anthony, tendrá que imaginarse lo que ocurrió apenas por los chismes que corren en el barrio.

La calle principal de Píritu es un sinuoso camino que baja y sigue bajando. Uno más de los 1.600 barrios que integran Petare con sus casas de bloque y su gente cálida.
Tras las casuchas, quizás entre las bodegas con rejas que venden helados de coco en vasito, está la violencia de la que son parte, esa que pareciera vivir en el asfalto y que también se cuela por el portón del colegio hasta llegar a los pupitres a cuya patas de metal se trepa, corriendo para alcanzar a los estudiantes.

Pero Petare es el reino de una violencia rudimentaria, más propia de lo que uno podría haber visto en los inicios de la humanidad, que en una capital del siglo XXI. Allí la vida se resume en quien se puede “desplazar” y quien no. Caminar de una zona a otra en el barrio depende de la libertad que quieran permitirte los que se sienten dueños de esos territorios.
La mamá de Anthony no sabe quien lo mató, pero sabe que él era el “popular”, atractivo para las mujeres y agradable para todos en el trato. Pero en un barrio eso, sino va acompañado de una pistola, la mayoría de las veces es una sentencia de muerte.

La madrugada que lo mataron Anthony tenía cruzado sobre su pecho un bolso de cuero, su aspecto a la moda le sumaban a la animadversión que generaba ser el chico popular.

-Mi hijo era muy querido. Sobre todo por las muchachas.

En la voz de Viney hay orgullo. Él era su “galán” su “príncipe”, pero sobre todo su promesa.

- Yo hice milagros para que estudiara, no fue fácil. Se graduó de bachiller el año pasado en Chacao en un colegio privado.

Pero en un barrio como Píritu terminar la secundaria es equivalente a haber salido adelante. Así que cuando terminó le dijo a su mamá

- Viste que sí pude, ya no tienes de qué preocuparte.

Pero a Anthony se le interpuso el buen carácter.
Su simpatía, el tratar a todos sin problemas, había alterado el orden natural del barrio.

La zona en que le dispararon no era su lugar habitual. Había ido por allí acortando camino para llegar a su casa y allí lo consiguieron, quizás, no les gusto verlo, pues no era de los lugares por los que podía pasar con libertad.

Viney contrae los labios al pensar en su hijo muerto. Tiene los brazos cruzados sobre el pecho, quizás allí le duele lo ocurrido. Ahora le queda un niño de cinco años al que quiere mantener lejos de las canchas deportivas, porque, para ella, en los barrios sirven apenas para hacer tiro al blanco y negociar droga. Ella prefiere las actividades culturales.

- Como la música.

Dice, y la idea optimista la hace sonreír. Su niño grande no llegó a tocar ningún instrumento, quizás ahora ella intente que el pequeño lo haga. Falta ver si al crecer los líderes de turno del barrio lo dejan “desplazarse” o si acaso, el escoja ser quien, al amparo de un arma, decide a dónde va.

viernes, 9 de abril de 2010

La bebé de Elina murió por diez bolsas de plátano









– “¿Ustedes no tienen hijos coños de su madre?”

Retumbo el gritó del motorizado al pasar, pero los tres policías de Caracas ignoraron el insulto y siguieron pegándole a Elina que estaba en el piso chillando y gritando. La bata morada que cubría su preñez estaba en desorden; los tobillos, rastrillados en el asfalto, sangraban; las heridas de perdigones dolían debajo de la ropa hasta en el vientre y, aún así, ella hacía lo que podía por proteger a la niña que tenía en su barriga...

Sobre un banco de cemento de una acera en Catia, cerca de donde le pegaron, Elina se sube la estrecha camiseta y me muestra que no le quedaron estrías. La piel un poco estirada es rastro inequívoco de cuando los hijos abandonan el vientre. Sus ojos negros están un poco apagados, pero hacen juego con su boca de mulata con una fila de dientes derechos y grandes que desfilan cuando sonríe.

– Tres días antes de que me pegaran supe que era una niña y me puse contenta. Yo quería una niña.

Pero a Elina la patearon en las costillas, le dispararon con la escopeta de perdigones, le echaron gas en la cara y, desde que se paró del suelo la mañana del domingo 14 de marzo, supo que algo había cambiado. Pero si los golpes no fueron suficientes para mayugarle el embarazo sí que lo fue el susto de que la volvieran a maltratar por estar vendiendo plátanos en la calle.

– A mi encantan los plátanos.

Le gustan como se los den, y los últimos cuatro años de su vida se los pasó rodeada de plátanos en la parte de atrás de un camión, recorriendo Caracas y La Guaira, para venderlos. A veces se instalaba en Catia, cerca del bulevar, a vender con una tía, pero lo de ella era hacer la ruta en el camión, hasta que se dio cuenta de que estaba embarazada por segunda vez.

Eran las 7.30 de aquel domingo cuando Elina puso sus dos cestas pequeñas con diez bolsas de plátanos en la séptima avenida con calle Argentina Catia. Detrás de ella, en la acera, estaban dos pequeñas cestas más con la mercancía que restaba; vendía poco esa mañana y era la primera vez que se paraba en esa esquina. A unos metros estaba el vendedor de mangueras que tiene una vida allí y la policía jamás lo ha molestado.

Pasaban las nueve cuando los tres policías se bajaron de una patrulla y le quitaron las bolsas que le quedaban. Le arrancaron las dos cestas de plátano y las metieron a la patrulla cuyo chofer siguió su camino. A Elina se le escucharon cortadas las palabras, pues en medio de la lengua le brilla un piercing, pero igual se le entendió el reclamo a gritos.

– ¿Por qué se llevan mis plátanos? Eso es para mantener a mis hijos.

Comenzó a llorar al mismo tiempo que les reclamaba, pero Solis, uno de los Policaracas, pareció no gustarle que le cuestionaran la autoridad.

Primero la empujaron, y ella respondió, luego la tiraron al piso y le siguieron pegando. Eran pocos los que pasaban por la calle a esa hora, pero tampoco podían hacer nada.

Once días después de que le pegaron, ya no importó el reposo que le habían mandado. Elina agarró un autobús desde La Silsa rumbo al hospital de Los Magallanes y llegó pariendo. Tenía 29 semanas de embarazo.

Germalis nació morena como su mamá. 26 horas en la incubadora no sirvieron para la insuficiencia de sus pulmones, y se murió conectada a cuatro tubos. Elina no la pudo cargar y nunca llegó a darle de su pecho.

– Ella era blanquita, porque cuando la enterramos se veía así, como un angelito.

Junto a la urna de su hermanita el hijo grande de Elina, un moreno de cuatro años alto y hermoso de cachetes sonrosados y cabellos castaños, cantó Los Pollitos para la bebé, igual que lo hacía pegado a la barriga de Elina.

Ella había denunciado el ataque en la Fiscalía y la primera vez que fue a Policaracas a poner la denuncia, aún embarazada, la trataron con desden y la hicieron ver un montón de fotos viejas en las que no reconoció a nadie, aunque no se olvida de la cara de sus atacantes. Pero Elina optó por contarle a la prensa lo ocurrido y allí sí tuvo respuesta.

Esta tarde cuando atiende el teléfono frunce el seño y entorna los ojos. De pronto pone la bocina sobre su rodilla y aclara:

– Es Policaracas que quieren que vaya a reconocer a los tipos, pero para allá no voy sola.

Quizás fue una consecución de eventos desafortunados, o la conjunción de todos ellos, los que mataron a la bebé de Elina: que la policía se sienta libre de hacer su voluntad; que Elina no tuviera más opción que vender plátanos pues no estudió nada; que no pudiera hacer la ruta del camión por su embarazo; o que el hospital de Los Magallanes, siempre en crisis, no consiguiera trasladar a la pequeña a donde la pudieran salvar.

Elina no quiere seguir llorando a su bebé porque le dijeron que es malo, y tampoco quiere volver a la calle a vender, y aún así en la candidez de sus 24 años insiste:

– A mi me encantan los plátanos.
Foto: Kisai Mendoza/El Universal

martes, 6 de abril de 2010

“Arrodillada no, pon las nalguitas en el piso”













Han pasado 13 minutos desde que cesaron los disparos en “el Pantry”, el espacio común entre los tres pabellones de la cárcel de la Planta en Caracas y que sirve de comedor, sala de estar y exhibición de armas.
Ya comenzaron a llamar a los “bautizados” para que recojan a muertos y heridos. “A ver quien sale porque a veces siguen disparando y los matan” me dice Mauricio, uno de los pastores de El Avión, el pabellón de los evangélicos.
De pronto comienzan nuevos disparos y pregunto alarmada qué pasa, pero no es “nada”. La Guardia Nacional comenzó a disparar desde la torre que está en el patio y frente a los pabellones. Disparan siempre por encima de la línea media. Mauricio aclara: “Si uno está en el piso nadie recibe un tiro, por eso no se puede estar de pie ahorita”. Pero esta vez los presos de los pabellones 2 y 3 respondieron. El tiroteo es apenas el mensaje en que unos y otros ratifican su posición: los presos controlan lo que pasa dentro, la Guardia el perímetro, pero advierten que ya está bueno por hoy de tiros.
Mientras aún rebotan los disparos de FAL en la pared de los pabellones, una de las 300 mujeres que permanecían en La Planta desde el domingo de Ramos está un poco asustada en el piso y Mauricio le advierte: “Arrodillada no, pon las nalguitas en el piso mi amor”. La chica obedece. Allí se va a quedar un rato hasta que estén seguros que los tiros se acabaron…
El sábado tres de abril fue la segunda vez que hubo un tiroteo con las mujeres de visita en la Planta. La primera vez, en enero, los gritos de ellas fueron muchos, pero este sábado se sienten más acostumbradas.
Frente a la puerta de El Avión, el pabellón donde vive Mauricio junto a los otros presos que abrazaron la fe en cristo, pasan todos los muertos que hay en el penal, y desde allí ven cuando el pastor del pabellón 3 lleva a rastras a su herido, un tiro en el abdomen con entrada y salida y varios en las piernas. Desde el 2 traen a otro, pero éste es más una masa sanguinolenta. Al llegar a la entrada del 1, dos de los presos le arrebatan al herido a los “bautizados” . Todos piensan que lo van a rematar. No lo hacen; pero no importa porque antes de llegar al hospital ya habrá muerto.
Mauricio siempre atiende el teléfono, haya tiros o no. No tiene más de 36 años; su voz es educada y siempre tiene la palabra correcta, pero eso es lo que queda del yuppi, dueño de empresa exitosa, que era. Y uno se pregunta qué hace preso. Nunca lo hemos hablado aunque sé que está allí por pornografía infantil y tiene una condena de más de 12 años. Su esposa lo dejó y no puede ver a su hijo de 14 años, que hasta hace poco no sabía que él estaba en prisión. Pero estando en la cárcel consiguió una nueva pareja que lo visita cada fin de semana y cuando las dejan dormir se queda con él varios días. Pero esa no es la vida que planificó.
“Yo nunca me imagine que me vería aquí”, me dijo un día y yo me quedé callada pues no se me ocurrió qué responder.
Con él se puede hablar de cualquier tema y lo hace con libertad, pues no tienen nada que perder si preso ya está.
Pero en medio de la muerte que ve pasar frente a él sabe que su fe lo mantiene vivo. Por ello cuando termina de hablar de los episodios de este sábado, queda atrás la advertencia a la chica asustada y en la despedida retomamos el papel de Pastor y yo de oveja
- Que Dios te bendiga hija.

domingo, 4 de abril de 2010

Una vida para contar la muerte

Cuando la moto se detuvo junto al terraplén ya periodistas y policías pululaban en la zona. Llegaba tarde al hallazgo de los dos cadáveres, así que en un solo movimiento salté de la motocicleta, pero entonces vi con horror que estaba a unos dos pasos del cuerpo parcialmente quemado de la chica: sus brazos estaban contraídos, las ropas rasgadas y la piel quemada, y aún así se notaba que había sido hermosa; a unos dos metros la mamá de la joven estaba completamente carbonizada y sólo unos pocos espacios que resistieron al fuego mostraban lo que fue una piel suave y cuidada. Esa imagen se apoderó de mí, no era de las decenas de cuerpos que había visto en mis cuatro años en la fuente de Sucesos y cuya quietud me seguía impresionando, esta escena, más tarde lo sabría, era el engendro de la violencia, cada vez más terrible y más cruel, que agobia a mi país.
Esa mañana me refugié del sol tras una valla en la zona de Parque Caiza, en las afueras de Caracas, tomé mi teléfono y comencé a escribir para enviar a la página web del periódico la noticia inicial de aquellas muertes. Cinco días después el homicidio de Quimi y Orianna, madre e hija, a manos de un exnovio de la chica, hijo de un capitán de navio de la Armada venezolana, conmocionaría al país al conocerse los detalles de aquella historia. Poco después de varios de los relatos que escribí sobre las muertes, un lector me escribió pidiendo que no dejara de hablar de lo ocurrido. Prometí no hacerlo, pues yo misma había quedado atrapada en ese horror.
Nací en Calabozo, un pueblo del llano venezolano donde siempre ha faltado la luz, así que en la penumbra que cada noche se imponía en nuestra casa, mis padres, mis cuatro hermanas mayores y yo nos reuníamos en la sala, a la luz de una vela, para contar historias de muertos y aparecidos. Allí nació mi oficio de periodista.
Tengo siete años trabajando como periodista, pero fue el relato del sonado caso de la muerte de los tres hermanos Faddoul que fueron asesinados tras un tortuoso secuestro, en el que había involucrados varios policías capitalinos, el que me atrapó. La ciudad era un caos de protestas por esas muertes y en esa ocasión, mientras la prensa matutina se volcó a relatar los detalles policiales del hecho, yo fui a hablar con amigos y compañeros de los chicos para poder decir a quiénes habían asesinado, y que la casa de esa familia, llamada “Mis tres amores”, había perdido su razón de ser con la muerte de los niños.
La gente mira con desconfianza a los periodistas que tratan la muerte, pero en ningún lugar como en ella se encuentra a las personas y se entiende un país.
La muerte de Quimi y su hija Orianna, abaleadas y quemadas en un paraje solitario a las afueras de la capital son parte de mi vida. En ellas consigo la motivación para contarle a la gente esa violencia que se ha apoderado del país, y que habita, no sólo en los jóvenes que crecen sin posibilidades y en medio de las armas en las callejas de los sectores más pobres; sino que es capaz de llevar a un chico de 22 años, que tuvo todas las oportunidades, a matar a su exnovia y a la que habría sido su suegra, sólo por quitarles 31.660 dólares que ellas habían ahorrado.