miércoles, 23 de febrero de 2011

“El diablo se metió en mi casa”



Victoria aún estaba somnolienta. Había escuchado horas atrás los despertadores de Andrea y Alejandro, pero a ella alguien siempre la iba a despertar. Vio que ya eran cerca de las 7 am, se había quedado dormida, así que se apresuró a ponerse en camino para otro día de colegio. Ya tenía el uniforme cuando salió de la habitación, y apenas unos pasos más allá en el pasillo había sangre. No lo sabía entonces, pero la mañana de ese 15 de febrero, y con sus 15 años, ella era la única sobreviviente, ilesa, de una noche de sangre que recorrió las principales habitaciones de la casa.

La primera en morir fue Andrea, de 14 años. Esa noche ella vio que su papá, Luis Alberto Morales, se sentía mal y se fue a dormir con él. Luego fallecieron los padres de Luis, Luis Morales, de 79 años, quien dormía solo; siguió Virgilia Morales, de 73, y por último Alejandro, de 16 años, el hijo mayor de Luis Alberto.

Ni un ruido. Para los vecinos de Macaracuay permanecer tras la garita, instalada al principio de la calle Manaure, es una garantía de seguridad. Aquella noche no notaron nada diferente; Victoria tampoco. Quizás algunos perros ladraron más de la cuenta percibiendo quién sabe qué cosas, pero nada más. En aquel silencio Virgilia y Luis, al igual que sus nietos Alejandro y Andrea, fueron degollados en sus camas en alguna hora incierta de la madrugada.

Esa mañana, sin entender qué pasaba, Victoria recurrió a la primera puerta que pudo, y vio muerta a Andrea. Bajo las sábanas de su cuarto Alejandro tenía el cuello abierto de lado a lado y tenía heridas en brazos y espalda. Victoria corrió a esconderse en el baño de su cuarto, y en el camino tomó un celular para pedir auxilio. Apenas trató de usar el aparato cuando se dio cuenta de que no tenía batería. Trató de conectarse a Internet con la computadora, pero le temblaban las manos y no pudo. El cuarto donde dormía da a la calle y fue entonces cuando le hizo señas a un vecino para que la socorriera. No se atrevía a salir, tiró las llaves por la ventana y el vecino entró. Cada puerta estaba cerrada con todos sus seguros. El vecino la llevó hasta su residencia y volvió a la quinta. Al recorrer la casa, descubrió la magnitud de lo ocurrido.

Cada uno murió en su cama. Los abuelos y Andrea estaban tal como se fueron a dormir, pero Alejandro puso resistencia…

Luis Alberto, hijo de unos y padre de los niños, estaba en el cuarto de servicio, esa puerta era la única cerrada por dentro en toda la casa. Cuando la policía de Sucre logró abrir esa habitación, encontraron a Luis desangrándose y acurrucado en la cama: tenía heridas en las manos, una en el cuello, en el pecho, y un corte limpio hecho de izquierda a derecha en su vientre. Sus heridas eran quizás de una hora atrás. En el baño estaban cuatro cuchillos llenos de sangre, junto a ellos había un solvente, pero los análisis posteriores demostraron que no se lo tomó.

Luis aún estaba vivo. La policía de Sucre lo arrastró hasta la puerta y lo llevó al hospital de El Llanito, y sobrevivió…

***
Una lámpara de cristal cuelga en la pequeña estancia que sirve de antesala a la quinta Stella. La bienvenida es un jardín con una grama cortada perfecta, un inmenso papiro se eleva en el muro de lado izquierdo, a sus pies hay rosales y un pequeño jarrón está reclinado al pie de una planta de jardín, cuyas hojas lucen verdes y cuidadas. Es una de las muchas quintas de la zona, pero desde la puerta la casa se percibía habitada y feliz.

La mañana de ese martes la policía, y más tarde la prensa, fueron llenando la calle y en voz baja se contaban los detalles del hecho.

Acostumbrados a su espacio, los vecinos miraban con desconfianza y miedo. Desde las ventanas de cada casa cercana a la quinta se veían caras asomadas, pero nadie hablaba, ni aún aquellos que admitieron tener 43 años en la zona. La quinta de enfrente a la de la masacre se convirtió en el centro de operaciones. Su dueño, un chileno amigo de la familia, recorría la zona pidiendo respeto a un tiempo, silencio al otro y siempre exigiendo que no se revelaran los detalles de lo ocurrido. En su casa estaba Victoria, mientras Gloria, su mamá, y actual compañera de Luis, aún no llegaba de Margarita donde estaba por trabajo.

Varios familiares fueron llegando y un par de mujeres gritaban agitándose:

-¡Luis no, no puede ser, esto no puede ser!

Fue una de las amigas de Gloria, la actual compañera de Luis, la que se atrevió a decirle lo que había ocurrido, mientras ella corría al aeropuerto para volver.

Dos años llevaba Gloria con Luis viviendo en la quinta Stella, se unieron sin casarse y se llevaron a Victoria a la casa. Las amigas de Gloria le solían decir la suerte que tenía de haberlo encontrado.

Se conocieron porque ella es homeópata y Luis, aunque psicólogo, es distribuidor de los productos naturistas en Venezuela. Cuentan que a los 52 años siempre vivió holgado de dinero: mantenía la casa de sus padres, a sus hijos, y le pasaba a su ex esposa una mensualidad importante.

Pero los tiempos dejaron de ser buenos. Hacía cuatro años había entrado en una crisis económica, al tiempo que se divorcio de la madre de sus hijos. Ahora estaba en bancarrota, ya había vendido todo lo que pudo. Apenas unos días atrás un amigo le dijo que debía vender la casa y mudarse a algo más pequeño. Se veía deprimido y había perdido peso.

***
Habría que ver cada miembro de la desgracia. La hermana de Luis estaba en Houston ¿cómo la llamarían para decirle lo ocurrido? que sus papás fueron asesinados junto a sus sobrinos, que su hermano estaba herido, y el colofón: Todo señala que fue él. Gloria volvería para atender a su hija y hacer frente al compañero herido, ese mismo que dejó que su hija se levantara como la única sobreviviente de una masacre, ¿Cuánta terapia se requeriría para dejar pasar aquel episodio? La madre de los niños… Tres mujeres a las que, de una u otra manera les quitaron todo.

Dos señores mayores suplicaron prudencia a la policía a la hora de sacar los cuerpos. No era un lugar con gente acostumbrada a la muerte, así que atendieron el llamado. Escoltadas, tapadas, y con un cerco de allegados y policías, cada una de las cuatro víctimas fue subida a la furgoneta de la morgue sin que la prensa o la televisión pudieran registrarlo.

Frente a la casa una amiga del cuñado de Luis sentenciaba:

-Yo siento que esto fue una venganza.

No explicó por qué. Un minuto después le contaba por teléfono, con tono de chisme, a alguien del otro lado de la línea.

-No me vas a creer lo que pasó…

Tras un breve resumen explicaba.

-Es un padre perfecto, un hijo perfecto, y esposo perfecto. Hace una semana su mamá estuvo en la oficina y habló de lo bueno que era su hijo, y de la fortuna de tenerlo viviendo en su casa.

El asombro se iba extendiendo a todos los afectados. Un amigo de la niña fallecida escribía en un foro digital:

-Nunca imaginé que el padre haría eso, ¡nunca tuvo ese aspecto de malo o de malas intenciones! Andre te quiero y te extraño! Descansa en paz. ¡Sabes que te amamos todos los del cole!

***
En uno de los cuartos de la casa la policía encontró una caja de Zolpidem, un hipnótico indicado para el insomnio. Luis, que siempre manejó medicamentos, se los habría dado a tomar para que durmieran profundo.

La conmoción de las muertes se apoderó de todos, pero Luis no era un hombre que asesinó para dañar, en su mente perturbada creía que estaba salvando a su familia de sufrir su suicidio, y aún más, de quedar a la deriva pues él era el sustento de la familia.

El exdirector de la Sociedad de Psiquiatría de Venezuela, Robert Lespinasse, explica que si se entra en la mente de un depresivo se llega a entender su carga. Para ellos todo es negro, y lo que ocurre es su culpa o responsabilidad. Son las personas que más sufren, viven un dolor profundo.

Que Luis fuera un excelente hijo y un padre responsable, aclara, según Lespinasse, por qué decidió llevárselos con él: quería evitar que sintieran su pérdida y vivieran privaciones. El uso de la droga para dormirlos muestra que no quería que sufrieran, y quizás, salvo Alejandro que puso resistencia y peleo, los demás ni se enteraron de lo ocurrido. Victoria tenía su propia familia, y su mamá velaría por ella, así quedó excluida de aquel plan delirante.

En medio de una depresión psicótica no había más salida que la muerte, así lo habría visto Luis. Tras ello, a sus sobrevivientes, una familia rota por la tragedia, no les queda más que la negación. Pero paso a paso las evidencias no dejan camino a dudas.

La planificación incluso, dice Lespinasse, puede mostrar rasgos de una persona muy ordenada, compulsiva. No hubo ruidos, todo debía ocurrir en la más absoluta paz, sin alterar a los vecinos. Ni siquiera al herirse hubo escándalo, ni un grito.

Algunos familiares han relatado que esa semana a los niños les correspondía estar con su mamá, y él pidió quedarse con ellos. Además, cuentan que ese lunes fue al cementerio y compró dos fosas: le dijo a sus hijos que eran para los abuelos…

En apenas cuatro días la policía recopiló y analizó cada detalle de aquella escena.
Según la investigación criminal es normal herirse cuando se mata a cuchillo, y las gotas de sangre que emanaban de las heridas de las manos de Luis mostraban el recorrido de cuarto a cuarto, muerte a muerte. Pero no iba a la carrera, creen incluso que pudo haber media hora entre cada asesinato. Luego, lentamente, bajó a encerrarse en el cuarto de servicio. Todo indica que se atacó a sí mismo cerca de la hora en que llegaron a rescatarlo.

Y seguían las evidencias. En cada cuarto había marcas ensangrentadas de las sandalias con las que encontraron a Luis.

Dos días después de lo ocurrido Luis recuperó la conciencia y salió de terapia intensiva.

No estaba listo para que lo dieran de alta, pero un tribunal lo privó de libertad y saldría del hospital directo a la cárcel de La Planta.

A veces preguntaba por alguno de sus padres, o por sus hijos. Dijo no saber lo que pasó, y al tribunal le aseguró:

-Yo estoy loco.

Pero en una ocasión comentó:

-El diablo se metió a mi casa.

***
Tras lo ocurrido un sentimiento de extrañeza se apoderó de todos los cercanos a la tragedia. Se preguntaban qué habría pasado por la mente de Luis en aquellas horas; ¿podría haber decidido acabar con todos sus afectos?

Algo era seguro: aquellas muertes no eran la violencia diaria, la inseguridad de salir a la calle a sabiendas que, solo usar el celular, podría acarrear desde un arrebatón a una bala. No, era otra. Luis acabó con sus manos con lo más sagrado: sus hijos, que solo tenían un año de diferencia, y sus padres ya ancianos. El 15 de febrero dejó viva a la hija de su esposa, de 15 años. No pudo terminar la labor: se quedó allí a medio morir, quizás para que vuelva la lucidez y se de cuenta de lo que hizo…

*Foto: Fernando Sánchez/El Universal

1 comentario:

  1. Excelente manera de relatar los hechos. La naturaleza humana no me deja de sorprender, y uno que creía que en Venezuela no ocurrían hechos como estos.

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