sábado, 8 de mayo de 2010

De una quinta a una celda tres por tres (Parte I)



Recostado en su silla, Oswaldo Káram miraba las noticias de Venezuela desde su casa en Panamá. Era sábado. Esa noche aderezaba su cumpleaños número 48 años con un vaso de whisky. Al escuchar que la policía científica había resuelto el intento de homicidio del que fue víctima se incorporó, se sentía alegre y apuró un trago. El jefe de la policía arrastraba las palabras generando un suspenso inducido.

- Las autoras intelectuales son la esposa y la suegra de Káram.

Así habían terminado 10 años de matrimonio y seis de litigio de divorcio.

Cuarenta días antes de que escuchara el noticiero Káram estaba acostado en su cama en su apartamento en Galerías Country, cerca del Country Club en Caracas, y estaba acompañado por una dama. Al oír el timbre se extrañó, pero fue a mirar. Detrás de la puerta, María Eugenia Rorthans, una de las vecinas, pedía un vaso de agua. Por el ojo mágico Káram vio sombras a su alrededor y decidió que no quería abrir y, sin darle mayor importancia, regresó a la cama.

Aquella negativa le evitó la muerte.

María Eugenia, colombiana y esposa de un ciudadano francés que en Venezuela trabaja para una trasnacional, tenía poco más de un años en el país, así que solía usar un servicio de taxi ejecutivo para salir de la casa. Esa noche regresaba sola con el conductor. Esperaban tras la reja del estacionamiento que la puerta acabara su periplo cuando dos hombres llegaron de pronto y se subieron al carro con ellos. Edgardo Torres, y Kleiver García les apuntaban y amenazaban al mismo tiempo. No ocultaron su objetivo: uno de ellos le mostró a María Eugenia una foto de Oswaldo Káram.

- Lo vamos a matar y tú lo tienes que hacer salir de su casa.

María Eugenia apenas controlaba los nervios, pero a instancias de la pistola se sobrepuso para pedirle a Káram el agua.

Cuando Edgardo y Kleiver vieron que no pudieron hacer el trabajo se enfurecieron y decidieron asaltar la casa de María Eugenia. Poco importaron las súplicas de ella pues allí estaban sus niños, de cinco y siete años, con la señora de servicio.

El homicidio que devino en ratería los llevó a cargar con todo lo de valor que pudieron. Afuera, en el Corsa, el tercero del grupo que tenía la encomienda se cansó de esperar y se marchó. Los frustrados asesinos decidieron llevarse a María Eugenia, sus hijos, el conductor y hasta la señora de servicio para garantizar que nadie llamara a la policía. En ese punto no tenían claro que harían con ellos.

Lo robado no cabía en el carro del taxista, así que optaron por llevarse la camioneta Ford Explorer de María Eugenia.

Aquel singular grupo emprendió el camino a la avenida San Martín, donde estaba programado el pago. Pero el trabajo no estaba hecho.

El conductor del Corsa llegó solo a la calleja de una de las entradas hacia El Guarataro. Allí lo esperaba Luis Eduardo Rodríguez Carrillo, de 38 años, quien se ocupó de la contratación de los homicidas, y José Díaz, exfuncionarios de la Disip, también intermediario con los homicidas, y que, además, prestó su arma para el trabajo.

El sujeto del Corsa se asomó a la valija donde reposaban los 150 millones que sería el primer pago por la muerte de Káram. La posibilidad de acceder a ese dinero se dañó poco después con una llamada.

Edgardo y Kleiber le avisaron a Luis que no se había hecho el trabajo y, en cambio, le relataron el robo en que acabó todo. No aclararon que traían compañía. Luis ordenó que fuera a descargar lo robado en una casa en el Guarataro que le indicó, allí hablaría con otro sujeto llamado Jonathan.

Pero el chofer del Corsa comenzaba a intuir qué algo estaba mal. Se preguntaba por qué mandarlos a una casa que no estaba en los planes, en lugar de reunirse en el sitio de encuentro. Además, la actitud de los dos hombres lo hacía dudar. Sacó su teléfono y le advirtió a uno de los asesinos.

- Pendiente que alguien aquí tiene una mente contigo.

En la camioneta María Eugenia ya no podía seguir al volante y al llegar a la casa en El Guarataro pidió que dejaran conducir al taxista.

La orden de Jonathan era, en efecto, ultimar a ambos asesinos, pero él no se imaginó que llegarían con la camioneta llena de gente.

Descargaron en unos minutos. De vuelta en la Explorer, Edgardo y Kleiber tomaron uno el puesto de atrás del piloto y el otro el del copiloto. Ya para entonces se miraban con desconfianza y comenzaron a discutir por el trabajo no realizado. Segundos después se habían disparado uno al otro con María Eugenia y su familia en medio de las balas.

Jonathan vio lo ocurrido; se subió a la camioneta y ordenó llevar a los dos hombres al hospital Militar para dejarlos, pero allí no los atendieron.

Al salir del hospital Jonathan se dio cuenta de que ambos habían muerto.

- ¡Déjame aquí, déjame aquí!

La familia lo vio desaparecer por una calleja, pero antes de bajarse recogió las dos armas.

María Eugenia se vio con su familia y dos muertos en la camioneta y lo único que se le ocurrió fue regresar a Galerías Country. Mucho habrían tenido que explicar si de vuelta los detenían en una alcabala. Al llegar a la casa llamaron a la policía.

El exdisip al notar lo ocurrido, decidió ir a la policía y denunciar que esa madrugada, sujetos en una Ford Explorer roja, le habían robado el arma en San Martín. Así pretendía cubrirse si su pistola aún estaba en la camioneta.
Foto: Venancio Alcázares/El Universal

2 comentarios:

  1. Un detallazo el del policía alquilando el arma....

    ResponderEliminar
  2. No. No la estaba alquilando. El era parte de ese plan y entregó su arma para la ejecusión.

    ResponderEliminar