viernes, 9 de abril de 2010

La bebé de Elina murió por diez bolsas de plátano









– “¿Ustedes no tienen hijos coños de su madre?”

Retumbo el gritó del motorizado al pasar, pero los tres policías de Caracas ignoraron el insulto y siguieron pegándole a Elina que estaba en el piso chillando y gritando. La bata morada que cubría su preñez estaba en desorden; los tobillos, rastrillados en el asfalto, sangraban; las heridas de perdigones dolían debajo de la ropa hasta en el vientre y, aún así, ella hacía lo que podía por proteger a la niña que tenía en su barriga...

Sobre un banco de cemento de una acera en Catia, cerca de donde le pegaron, Elina se sube la estrecha camiseta y me muestra que no le quedaron estrías. La piel un poco estirada es rastro inequívoco de cuando los hijos abandonan el vientre. Sus ojos negros están un poco apagados, pero hacen juego con su boca de mulata con una fila de dientes derechos y grandes que desfilan cuando sonríe.

– Tres días antes de que me pegaran supe que era una niña y me puse contenta. Yo quería una niña.

Pero a Elina la patearon en las costillas, le dispararon con la escopeta de perdigones, le echaron gas en la cara y, desde que se paró del suelo la mañana del domingo 14 de marzo, supo que algo había cambiado. Pero si los golpes no fueron suficientes para mayugarle el embarazo sí que lo fue el susto de que la volvieran a maltratar por estar vendiendo plátanos en la calle.

– A mi encantan los plátanos.

Le gustan como se los den, y los últimos cuatro años de su vida se los pasó rodeada de plátanos en la parte de atrás de un camión, recorriendo Caracas y La Guaira, para venderlos. A veces se instalaba en Catia, cerca del bulevar, a vender con una tía, pero lo de ella era hacer la ruta en el camión, hasta que se dio cuenta de que estaba embarazada por segunda vez.

Eran las 7.30 de aquel domingo cuando Elina puso sus dos cestas pequeñas con diez bolsas de plátanos en la séptima avenida con calle Argentina Catia. Detrás de ella, en la acera, estaban dos pequeñas cestas más con la mercancía que restaba; vendía poco esa mañana y era la primera vez que se paraba en esa esquina. A unos metros estaba el vendedor de mangueras que tiene una vida allí y la policía jamás lo ha molestado.

Pasaban las nueve cuando los tres policías se bajaron de una patrulla y le quitaron las bolsas que le quedaban. Le arrancaron las dos cestas de plátano y las metieron a la patrulla cuyo chofer siguió su camino. A Elina se le escucharon cortadas las palabras, pues en medio de la lengua le brilla un piercing, pero igual se le entendió el reclamo a gritos.

– ¿Por qué se llevan mis plátanos? Eso es para mantener a mis hijos.

Comenzó a llorar al mismo tiempo que les reclamaba, pero Solis, uno de los Policaracas, pareció no gustarle que le cuestionaran la autoridad.

Primero la empujaron, y ella respondió, luego la tiraron al piso y le siguieron pegando. Eran pocos los que pasaban por la calle a esa hora, pero tampoco podían hacer nada.

Once días después de que le pegaron, ya no importó el reposo que le habían mandado. Elina agarró un autobús desde La Silsa rumbo al hospital de Los Magallanes y llegó pariendo. Tenía 29 semanas de embarazo.

Germalis nació morena como su mamá. 26 horas en la incubadora no sirvieron para la insuficiencia de sus pulmones, y se murió conectada a cuatro tubos. Elina no la pudo cargar y nunca llegó a darle de su pecho.

– Ella era blanquita, porque cuando la enterramos se veía así, como un angelito.

Junto a la urna de su hermanita el hijo grande de Elina, un moreno de cuatro años alto y hermoso de cachetes sonrosados y cabellos castaños, cantó Los Pollitos para la bebé, igual que lo hacía pegado a la barriga de Elina.

Ella había denunciado el ataque en la Fiscalía y la primera vez que fue a Policaracas a poner la denuncia, aún embarazada, la trataron con desden y la hicieron ver un montón de fotos viejas en las que no reconoció a nadie, aunque no se olvida de la cara de sus atacantes. Pero Elina optó por contarle a la prensa lo ocurrido y allí sí tuvo respuesta.

Esta tarde cuando atiende el teléfono frunce el seño y entorna los ojos. De pronto pone la bocina sobre su rodilla y aclara:

– Es Policaracas que quieren que vaya a reconocer a los tipos, pero para allá no voy sola.

Quizás fue una consecución de eventos desafortunados, o la conjunción de todos ellos, los que mataron a la bebé de Elina: que la policía se sienta libre de hacer su voluntad; que Elina no tuviera más opción que vender plátanos pues no estudió nada; que no pudiera hacer la ruta del camión por su embarazo; o que el hospital de Los Magallanes, siempre en crisis, no consiguiera trasladar a la pequeña a donde la pudieran salvar.

Elina no quiere seguir llorando a su bebé porque le dijeron que es malo, y tampoco quiere volver a la calle a vender, y aún así en la candidez de sus 24 años insiste:

– A mi me encantan los plátanos.
Foto: Kisai Mendoza/El Universal

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