domingo, 4 de abril de 2010

Una vida para contar la muerte

Cuando la moto se detuvo junto al terraplén ya periodistas y policías pululaban en la zona. Llegaba tarde al hallazgo de los dos cadáveres, así que en un solo movimiento salté de la motocicleta, pero entonces vi con horror que estaba a unos dos pasos del cuerpo parcialmente quemado de la chica: sus brazos estaban contraídos, las ropas rasgadas y la piel quemada, y aún así se notaba que había sido hermosa; a unos dos metros la mamá de la joven estaba completamente carbonizada y sólo unos pocos espacios que resistieron al fuego mostraban lo que fue una piel suave y cuidada. Esa imagen se apoderó de mí, no era de las decenas de cuerpos que había visto en mis cuatro años en la fuente de Sucesos y cuya quietud me seguía impresionando, esta escena, más tarde lo sabría, era el engendro de la violencia, cada vez más terrible y más cruel, que agobia a mi país.
Esa mañana me refugié del sol tras una valla en la zona de Parque Caiza, en las afueras de Caracas, tomé mi teléfono y comencé a escribir para enviar a la página web del periódico la noticia inicial de aquellas muertes. Cinco días después el homicidio de Quimi y Orianna, madre e hija, a manos de un exnovio de la chica, hijo de un capitán de navio de la Armada venezolana, conmocionaría al país al conocerse los detalles de aquella historia. Poco después de varios de los relatos que escribí sobre las muertes, un lector me escribió pidiendo que no dejara de hablar de lo ocurrido. Prometí no hacerlo, pues yo misma había quedado atrapada en ese horror.
Nací en Calabozo, un pueblo del llano venezolano donde siempre ha faltado la luz, así que en la penumbra que cada noche se imponía en nuestra casa, mis padres, mis cuatro hermanas mayores y yo nos reuníamos en la sala, a la luz de una vela, para contar historias de muertos y aparecidos. Allí nació mi oficio de periodista.
Tengo siete años trabajando como periodista, pero fue el relato del sonado caso de la muerte de los tres hermanos Faddoul que fueron asesinados tras un tortuoso secuestro, en el que había involucrados varios policías capitalinos, el que me atrapó. La ciudad era un caos de protestas por esas muertes y en esa ocasión, mientras la prensa matutina se volcó a relatar los detalles policiales del hecho, yo fui a hablar con amigos y compañeros de los chicos para poder decir a quiénes habían asesinado, y que la casa de esa familia, llamada “Mis tres amores”, había perdido su razón de ser con la muerte de los niños.
La gente mira con desconfianza a los periodistas que tratan la muerte, pero en ningún lugar como en ella se encuentra a las personas y se entiende un país.
La muerte de Quimi y su hija Orianna, abaleadas y quemadas en un paraje solitario a las afueras de la capital son parte de mi vida. En ellas consigo la motivación para contarle a la gente esa violencia que se ha apoderado del país, y que habita, no sólo en los jóvenes que crecen sin posibilidades y en medio de las armas en las callejas de los sectores más pobres; sino que es capaz de llevar a un chico de 22 años, que tuvo todas las oportunidades, a matar a su exnovia y a la que habría sido su suegra, sólo por quitarles 31.660 dólares que ellas habían ahorrado.

1 comentario:

  1. Es verdad la ambicion y el no respeto por la vida esta haciendo que la violencia crezca cada dia mas , Dos vidas cegadas por la ambicion.

    ResponderEliminar